Reflexionando entre la pluma y la pared
El mar siempre me transmitió una calma especial. Es como si su inmensidad fuese capaz de acogerlo todo. Mis penas y mis alegrías.
He crecido con el océano de fondo y me siento afortunada. Me han enseñado a amarlo y respetarlo a partes iguales. Porque al mar no se le tiene miedo, se le respeta. Por su fortaleza y por su naturaleza salvaje.
El atlántico baña mis pies cada vez que piso la arena de las playas que me rodean y su salitre sobre mi piel me hace sonreír. No es extraño volver a casa tarde con el cuerpo cubierto de salitre: aquí en verano anochece tarde y es una maravilla quedarse hasta que se pone el sol en la playa. Nos dan casi las 23:00 pero… ¡es verano!, hay que aprovechar a Lorenzo, que en Galicia sabemos que sale cuando quiere y no cuando se le espera.
Por eso a veces llevamos a la playa la comida, la merienda y hasta la cena.
Una de las frases que suelo decir es: «Me voy a ver el mar». Y me voy sola, porque lo que hablamos queda entre nosotros. Porque se lleva lo que ya no necesito y me da lo que me hace falta, a veces antes de que yo se lo pida.
Creo que aprendí a nadar en una piscina, cuando era pequeñita. Recuerdo que mi madre decía que ir a la piscina era muy bueno para los resfriados del invierno.
Sin embargo, en la playa a mí me enseñaron a entrar y salir del agua. Porque el atlántico tiene olas, corrientes y mareas que tienes que tener en cuenta. Porque no necesariamente hay que entrar por donde más clarito está el agua y porque las olas te pueden ayudar a salir pero si te pillan en un descuido te dejan sin aire.
También me enseñaron que a veces tienes que esperar a que se te duerman los tobillos del frío en la orilla antes de seguir metiéndote en el agua. Porque eso de las dos horas de digestión es difícil aquí. En dos horas puede que venga una nube y se lleve a Lorenzo o, peor, se traiga un chaparrón.
Lo importante es ajustar tu temperatura a la temperatura del agua. Y entonces mojas tus pies, muñecas y cuello porque así te lo enseñaron tu abuela, tu padre y tu tío que llevan toda la vida bañándose después de comer. Y esperas un poco más, mirando al infinito océano que tienes delante, y sigues mojándote las piernas y los brazos. Sin prisa pero sin pausa.
Y cuando ya no tienes calor porque tu temperatura es la del mar, entonces sumérgete y quítate todas las penas, que el océano se lo lleva todo y purifica.
Purifica. En el sentido literal y figurado.