Huele a tierra húmeda y es que hace dos semanas que no para de llover.
El cielo está tan gris como mis ojos, que notan cómo se acerca la tristeza pero, por algún motivo, no termina de llegar. Mi boca es un rictus de inexpresión que hace tiempo que no escucha risas, ni propias ni ajenas.
Mis piernas sienten el letargo de haber estado inertes tres largos meses, llevándome de un lado a otro de mi casa pero incapaces de ayudarme a bajar las escaleras que me separan de la vida en la calle.
Mis hombros, no entiendo por qué, están en tensión y ya no soy capaz de llevarlos relajados; se agarrotan cada poco representando la incertidumbre y la confusión en la que vivimos desde hace tanto, o las ganas de encogernos en posición fetal y que nadie nos vea.
Sobre las sensaciones de mi alma no puedo hablar. No porque no sepa expresarlas, sino porque no las tiene. Este estado de neutralidad me deja sin frío ni calor, sin sentir dolor ni placer. No siento nada y eso es tan maravilloso como terrorífico.
Veo el banco mojado y me planteo si sentarme o seguir caminando. Escucho al agotamiento pedirme a gritos que me siente, que descanse; que ya hemos hecho bastante por un día.
Habrá más bancos en el siguiente parque.
Sigo.